La historia como forma de vida

Érase una vez… Ese es el comienzo. La vida es el trayecto entre nuestro primer cuento y el instante en que nos deja nuestra última historia. Sí, más allá de definiciones biológicas, morimos cuando nuestra última historia parte. O, si lo prefieren, en el momento en que dejamos de creer en ella.

No recuerdo mi primer cuento… Pero el primer cuento que recuerdo era de siete hermanos chinos que burlaban la muerte y un castigo injusto con su ingenio. Mi primer cuento servía para prolongar la vida y loar la inteligencia. También incluía una semilla de desconfianza a la autoridad, proveedora del castigo inmerecido. Ese primer cuento me lo leyó mi padre una tarde que me encontraba enfermo en la cama. No recuerdo la enfermedad, no recuerdo cuánto tardó en pasar. Lo que sí que recuerdo es que no era habitual que mi padre me leyese cuentos, o al menos no recuerdo muchos más. Pero aquella tarde no sólo me leyó un cuento, también creó uno: la historia de cuando mi padre me leía cuentos cuando estaba enfermo. De esa manera, mi padre y yo vencíamos la enfermedad y la muerte mientras escribíamos la historia más antigua que todavía no me ha abandonado.

Porque nuestra vida empieza con cuentos. Erase una vez… El poeta Leon Felipe desconfiaba de ellos 1 y, aún así, pobre infancia la que no es mecida por historias. Ellas nos enseñan a comportarnos, a desafiar lo que tememos, a adentrarnos en lo desconocido, a no temer a reyes ni mendigos. Quien más quien menos, todo el mundo sabe cómo comportarse en una cueva encantada y dos o tres modos de engañar a un dragón. Sabe que los desconocidos pueden ser peligrosos o las puertas a nuevos mundos. Sabe que los animales y los árboles pueden hablar si se sabe escuchar, que hay otros mundos, que pueden ser maravillosos o mortales.

Los cuentos no son neutrales. Los cuentos toman necesariamente partido, incluso aquellos que parecen más inocentes (a veces los que parecen más inocentes son precisamente los más insidiosos). Las historias que te abracen moldearán la persona que serás. Las historias que te cuenten y las que te oculten pueden marcar la diferencia entre la vida y el aburrimiento.

Luego crecemos.

¿Y las historias?

Cambian. Cree en la justicia. En la democracia. En la libertad, en la individualidad. En el poder que te protege. La intrínseca bondad humana. En que recibirás lo que te mereces.

Otros cuentos.

En el amor de tu vida. En la tecnología. En el futuro. En los pueblos. En la tierra. En los cielos y los infiernos. Las historias te mecerán a lo largo de los años. Deberíamos aconsejar a la gente que tuviera cuidado con sus historias, pero es como prevenir contra el oxígeno.

Y las aventuras… ¡Las aventuras! ¿En qué momento te abandonan? Crees todavía en que alguien vendrá a buscarte para salvar el mundo cuando esté en peligro. Quizás luego cuentes esas historias a tus hijas, a tus nietos. Quizás las recuperes.

Pero normalmente te abandonan como parte del tránsito a la edad adulta. «¡Deja de creer en cuentos! ¿Todavía te crees esas historias?». Parece que tuvieran vida, parece que también llega el momento en que, como todo lo que vive, tienen que desaparecer.

Primero, los finales felices. No es fácil acabar la infancia creyendo en finales felices, y en la vida adulta es una quimera. Tu perro al final se muere. Tu pareja te abandona por alguien que –esto es un hecho objetivo– no está a tu altura. Te despiden para que tu puesto caiga en las garras del nepotismo. No, el mundo no es justo y los finales no son felices. Y toda historia que continúe el tiempo suficiente tiene el mismo final. Solo un final a tiempo tiene posibilidades de ser un final feliz.

Y el esfuerzo. ¿Triunfa el esfuerzo? ¿Cuántas historias dramatico-biográficas necesitas para saber que el esfuerzo no te garantiza el éxito, sino que es tan solo un requisito más, muchas veces de menor utilidad que un par de progenitores acaudalados o bien conectados? ¿Acabará bien tu existencia si te esfuerzas? ¿O será todo agua tirada a un pozo, un fondo perdido, una cábala sin la palabra exacta? Esa historia te abandonará, lamento decirte, siguiendo el camino de los finales felices.

¿Y el amor? El amor es eterno, salvo que seas el que vive más. Salvo que marche. Salvo que se marchite. Salvo que se transforme. Créete el tiempo que quieras que el amor es eterno y que, si no lo fue, es porque no era amor. El amor se acaba, el amor verdadero también. Nada es garantía. Si el amor lo pudiera todo no le haríamos tanto caso.

Queda la muerte. El final de todas las historias es la muerte, así que se hace necesario escribir su historia. ¿Cómo termina la historia del final? Tu muerte es una historia que albergará un nuevo principio. Una vez que mi padre haya desaparecido siempre quedará la historia de cómo le contó un cuento a su hijo. Más allá del nuestro quedarán gotas que regarán nuevos cuentos.

Entonces, quizás, los cuentos no acaban con la muerte: los cuentos niegan la muerte. Quizás los cuentos viven para siempre, presagiando por igual finales y principios, los comienzos tímidos y sencillos, los nudos extravagantes y complejos, y luego de nuevo la sencillez de –tan solo aparentes– finales: El barco que zarpa, el pulso que se agota, la narración que se vuelve murmullo. Mientras tanto, tu historia, la ajena, la adyacente, la que tan solo pasaba por allí, hilos que se trenzan, aguas que se mezclan. Siempre con algo que contar, algo que recordar, algo que compartir. Érase una vez.

  1. Sé todos los cuentos. León Felipe.

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