La mecánica de las palabras

El otro día llevé el coche a arreglar un pinchazo y viví otra jornada vergonzosa. Verán, tengo un problema. Y es que me manejo regular (tirando a mal) en el dialecto de taller.

Me refiero a ese protolenguaje de palabras extrañas («pistones«, «cárter«, «árbol de levas«), posturas de pechopalomo y despliegues de virilidad palillo-en-boca que -supongo- se adquiere cuando sabes cambiar la biela de un motor de cuatro cilindros de inyección calimérica y que yo no poseo. Y eso me lleva a una posición delicada en el abordaje de cualquier problema de motores1.

Y es que me acerco a la puerta y ya me pongo nervioso. Seguro que había que cambiarle el aceite y no me he acordado. Seguro que está rota la correa del transistor, esa que se parte y te deja el coche hecho unos zorros. Seguro que los cilindros tienen las aristas mal pareadas. Venga, me digo, que es sólo una rueda, hombre.

El mecánico huele el miedo e insiste mientras llama con un gesto a sus mecánicos amigos, que surgen de entre las sombras y me rodean de forma ominosa .

«Matrícula del coche», me preguntan en el mostrador que delimita la frontera entre el mundo exterior y El Taller, y contesto sin dudar, apuntada como la traigo en el dorso de la mano. «Año del coche«, interrogan, y respondo por aproximación, año arriba, año abajo, porque esa no me la había mirado.

El aguerrido mecánico me dice que la matrícula no se corresponde con un coche de esos años. Insisto dubitativo, él huele el miedo e insiste más mientras llama con un gesto a sus mecánicos amigos, que surgen de entre las sombras y me rodean de forma ominosa murmurando «esa matrícula no se corresponde con un coche de esos años» y señalándome como en la Invasión de los Ultracuerpos.

Por supuesto, el error era mío: La matrícula que había apuntado era la de mi anterior coche, que en paz descanse. Mal vamos, no acierto ni con chuleta. Los mecánicos se dispersan, aplacados, y su líder me pregunta si las ruedas tienen tuercas de seguridad, sea lo que sea eso. Si es que van a pillar. Tras un largo silencio por mi parte (¿no deberían ser seguras todas las tuercas?) seguido de un balbuceo exculpatorio el mecánico se ofrece a que le deje las llaves y él ya se encarga de todo. Será más rápido. Agradecido -¿avergonzado?- acepto encantado.

Para hacer tiempo mientras los brujos de la tribu determinan el alcance de la avería me acerco a merodear a una librería cercana2. Allí me voy relajando: en una librería puedes deambular y nadie te pregunta por las matrículas de los libros. Es más, puedes pasarte horas sin que nadie te pregunte nada, aunque te estés leyendo descaradamente los libros de las estanterías. En las librerías modernas tampoco te riñen aunque no compres nada; en algunas hasta te ponen bancos para que estés más a gusto. Creo que saben que vamos a volver a por ellos. A por los libros, me refiero.

Sin duda se han dado cuenta de que, si leemos, luego compramos más. Libros gordos, delgados, libros que no necesitamos pero queremos tener en casa porque nos gusta oírlos susurrar en las estanterías, libros que no nos podemos permitir. Libros que -¡pardiez!- no caben. ¡No caben! ¿Has probado de lado? ¡Te digo que no caben! A veces me imagino a libreros en las puertas de los colegios, dándote tu primer libro -sólo el primero- gratis. Algo así.

Escribir y hablar son cada vez dos actividades más separadas, pero antes no lo eran tanto. Pienso en las cursivas.

No entiendo mi discapacidad motora. Mi discapacidad con los motores, quiero decir, con las cosas con ruedas. ¿»Discapacidad mecánica»? Voy pensando en ello mientras brujuleo entre las secciones de Ciencia-Ficción y Libros de Bolsillo. Pero, en realidad, las palabras también están sujetas a una mecanica. Chocan. Se engranan. Hay palabras pivotales, en torno a las cuales giran las demás. También hay libros de distintos modelos, de distintas ediciones. Y desde luego que hay distintas formas de escribir. Hasta existe la escritura automática, como la transmisión.

Escribir y hablar son cada vez dos actividades más separadas, pero antes no lo eran tanto. Pienso en las cursivas. Ahora les damos usos más elaborados, y Pérez-Reverte va a casa a pegarte si no las usas como él dice, pero en su origen las cursivas eran el equivalente de hablar de forma atropellada.

Las cursivas son letras inclinadas a la derecha porque se han escrito con prisa. Antaño, un texto en cursiva era un texto elaborado de forma acelerada, o uno que quería crear esa sensación. Por lo visto, «cursiva» proviene de «correr» (en latín «curro«). Y seguro que los ñiñiñís de entonces criticaban a la juventud de entonces por escribir en cursiva, porque eso era escribir «mal», y seguro que decían que se estaban cargando el idioma, y blablablá. Si hay algo que puedas dar por seguro es que hay alguien criticándote ahora mismo, da igual lo que estés, o no, haciendo.

Por eso la cursiva mola, pero no tanto como la negrita. No he encontrado información sobre el origen de la negrita, lo cual lo hace mucho mejor, porque puedo inventármelo. Viajemos mentalmente al siglo XVII, donde estamos escribiendo una carta a la persona amada con una pluma de ganso3.

La negrita no marcaba lo importante sino el momento en el que te apasionaste.

Escribes. Escoges tus palabras. Te declaras. Tus nudillos se blanquean y trazas redondas letras. En tu pasión encendida aprietas la punta de la pluma de ave contra el papel con más fuerza, dejando un trazo grueso, unas negritas. Al leer tu carta no verán sólo tus palabras, sabrán de tu emoción por el calibre del trazo. La negrita no marcaba lo importante, no es algo que escogiste: es el momento en el que te apasionaste, el momento en el que tus emociones quisieron tomar el control de tu mano y tuviste que contenerte, a duras penas. Es mucho más poético que apretar control+b, no me negarán.

En esas estoy cuando me llaman del taller. El coche está listo. Que han salvado la rueda. Que dónde lo había llevado antes, porque la seta que me pusieron no tenía el emparejamiento cuántico apropiado. No me dicen que vaya chapuza me habían hecho, pero queda flotando en el aire. Ah, el compañerismo entre artesanos. El ambiente se relaja con la crítica a terceros.

Firmo el conforme, resistiendo mi impulso de hacerme el gracioso preguntando qué tal resultado da el nuevo XP-38. Nunca me había fijado en que mi firma es cursiva. Igual por eso siempre tengo mucho lío. Escribo la fecha y el DNI apretando mucho para mostrar mi emoción por la rueda salvada, pero da igual, nadie se da cuenta. Se me pasa por la cabeza comentarle al mecánico que, en otro tiempo, eso habrían sido negritas, pero lo dejo pasar. Creo que ya he causado una impresión suficientemente duradera.


  1. Normalmente me acompaño por mi padre, que tiene el proficiency, o llevo un intérprete con, al menos, el B2, pero a veces hago ejercicios de inmersión lingüística, que dicen que es la mejor manera de aprender un idioma (sale mal). 
  2. Había escogido ese taller por tres motivos: 1) porque tiene fama de darte ese trato impersonal que tanto busco en los comercios, 2) porque tiene una librería cerca y 3) porque tiene un aparcamiento en el que caben tres portaviones de lado. No por ese orden de importancia. 
  3. Vamos a tomarnos la licencia poética de asumir que aunque estemos en el siglo XVII no sólo hemos sobrevivido a la infancia, a las enfermedades infecciosas, a tres o cuatro partos y a las guerras y hambrunas, sino que, encima, sabemos escribir y contamos con dinero para hacerlo. Ah, la pluma de ganso. El tintero. 

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