Manual básico de etiqueta alienígena
Antes de existir internet uno se educaba como podía. Por eso mi primera idea de cómo actuar frente a un contacto extraterrestre proviene de los videojuegos 1. “Los recreativos” o “salas de juegos” eran unos locales donde había máquinas electrónicas del tamaño de un minotauro a las que podías jugar a cambio de una moneda. Si esto os ha flipado, otro día os hablo de las pesetas. Estoy muy loco mayor.
La máquina recreativa por excelencia siempre será 2 “Space Invaders”, aunque aquí todo el mundo la llamaba “Los Marcianitos”. Básicamente se trataba de destruir escuadrón tras escuadrón de OVNIs antes de que tomaran tierra. Era una máquina que encarnaba los valores de la Guerra Fría: si por el cielo viene algo volando que no es de los tuyos, primero le disparas y segundo, nada, porque están muertos. Aquí pueden ver el moderno gameplay de este prodigio tecnológico:
La máquina de los marcianitos es tan sencilla como se puede ser, pero en eso residía su encanto. No hay drama, no hay dilema moral: sólo una arma y enemigos contra los que usarla. En realidad, tampoco hay manera de saber que esas naves que se acercan lentamente a la tierra lleven en su interior seres agresivos. Quiero decir, se están acercando realmente despacio, intentando aterrizar, y sólo disparan muy de vez en cuando, a pesar de que hay un psicópata que está eliminando, uno por uno, todo el escuadrón. La suya parece más una táctica inspirada en Gandhi que en Hitler, la verdad. La máquina se llama “Space Invaders”, pero también podría haberse denominado “Dispara primero, pregunta después”. No sé, da qué pensar.

Por suerte, hemos tenido más influencias educativas en nuestro trato con extraterrestres. Y el otro gran manual de etiqueta con marcianos es, como no puede ser de otra forma, “E.T.”. Por si no la conocen, se la resumo: Se trata de una película sobre un extraterrestre al que sus amigos le dejan olvidado cuando paran la nave un momento para ir a mear, y marchan sin que nadie se dé cuenta de que falta uno, quedando tirado hasta que consigue llamarles por teléfono para que vuelvan a por él. Todo lo cual me hace pensar que E.T. trata de una despedida de soltero que se fue de las manos, valga la redundancia.
Me imagino que encima le caería una buena bronca al pobre de E.T., porque da mucha rabia tener que dar la vuelta cuando ya habías cogido la autopista para recoger a alguien que te has dejado. Afortunadamente, no le pasa nada malo, más allá de ser detenido por el gobierno, morir, que le hagan la autopsia y resucitar; lo que me reafirma en mi idea de la despedida de soltero. Da un poco de mal rollo: Creo que prefiero una invasión extraterrestre honesta a que la Tierra se convierta en una suerte de Magaluf intergaláctico. En cualquier caso, esta película muestra una visión más positiva de interacción extraterrestre.
No obstante, hay un detalle que no se nos puede pasar por alto. Además de ser inofensivo, “E.T.” tiene la suerte de ser adorable y tener ojos de cachorrito, porque si su aspecto exterior fuese el de una babosa es bastante posible que la película hubiera terminado mucho peor.

Desgraciadamente, la utilidad práctica de estas píldoras de información de la cultura popular de los ochenta queda en entredicho al enfrentarse con el método científico. Porque, por supuesto, el premio Nobel de física de este año, astrofísico de profesión, tiene que ser un cortarrollos y decir que es imposible el contacto con esos planetas donde puede haber vida porque, según sus propias palabras, «quedan mazo lejos«.
Y probablemente sea mejor así. Quiero decir, ya estamos en contacto con formas de vida altamente inteligentes y las tratamos fatal. Dicen que los cefalópodos son lo más parecido a estar en contacto con una especie extraterrestre, y seguro que la mayoría de ustedes salivan al leer “pulpo”. Así que ya ven qué bien preparados estamos para encuentros en la tercera fase: sería conocerles y preguntarnos que qué tal quedarán a la plancha.
A veces pienso que todas estas películas de xenoformos que vienen a sojuzgarnos no es más que una manifestación de nuestra mala conciencia. No es improbable, si tenemos en cuenta que los propios premios Nobel existen por la mala conciencia de Alfred Nobel por haber hecho fortuna con la dinamita.

Aún así, nuestra preocupación por que exista vida en otros planetas es adorable. Es decir, no nos valen las ochocientas mil especies que existe en el nuestro; necesitamos que haya más en otros planetas. ¿Para qué? ¿Tenemos miedo de quedarnos sin nada que exterminar en el próximo milenio si, por una cuestión de chufa, no nos autoaniquilamos por el camino?
No sé. No quiero parecer pesimista, pero la realidad es todavía peor, hasta el punto de que parece casi natural que nuestra primera reacción al ver naves en el cielo sea gritar “¡¡Invasores espaciales!!”. Basta con ver cómo tratamos a gente de nuestra misma especie cuando se acercan, con apuros, a nuestras fronteras.

O quizás –quizás– el título de la máquina de los marcianitos sea más apropiado de lo que pensaba. Quizás la humanidad sea el verdadero invasor espacial, ocupando todo el nicho ecológico, desgastando los recursos finitos sin pensar en nuestros vecinos o en nuestra propia descendencia. Echando la vista al próximo planeta que ocupar.
Quizás las naves que descienden, lentamente al principio, progresivamente más rápido, no son más que avisos cada vez más desesperados para que enmendemos nuestra forma de estar en el mundo, para que el día que contactemos con extraterrestres no nos sintamos avergonzados y tengamos algo que enseñarles.
Que tengan un buen día.