Ulises

Se llama Odiseo, pero sus amigos italianos se empeñan en llamarle Ulises. A él le da igual, porque sabe que un nombre te ata menos que una maroma. Le da igual, al menos, mientras pueda seguir viajando.

Por eso desde que le han mandado que se quede en la habitación se encuentra un poco marchito. Un poco mustio. Si va a llevar vida de planta, piensa, necesitaría al menos que le diese un poco el sol y que viniese de cuando en cuando Dionisio a regarle.

Proviene de Grecia, aunque la dejó atrás hace ya mucho. Ahora la mira y no la reconoce. Será la distancia, que ha aumentado. Porque enarbola sus recuerdos y le parece que antes el mar era más pequeño. Se pregunta si aún le seguirán esperando.

En su juventud apenas había mapas, sólo almanaques y astrolabios. A Odiseo no le gusta ver los mapas sin espacios en blanco porque sabe que esa completitud es falsa, que el mapa no es el territorio. Por eso prefiere la laxitud de una carta de navegación rudimentaria que te diga que aquí alguien apuntó una isla y que debería haber una corriente; y que debería soplar este viento en esta dirección, pero siempre dentro de una provisionalidad prudente. Porque la vida también es así: haz tus planes, pero mantén a raya tus expectativas.

A Odiseo –o Ulises, como le dicen sus amigos italianos– le gustan más los GPS, aunque los conociera tarde. Le gusta cuando le dicen «en la próxima intersección, gire a la derecha» y él va y gira a la izquierda. Siempre le ha gustado desobedecer, esa desobediencia pequeña, la gratuita, la que no va a ninguna parte más allá de recordarle al poder que allí todavía le queda mucha roca por convertir en arena.

Pero también la grande. La de ese dios que te dice «sacrifícame veinte bueyes en hecatombe perfecta o tú verás». Y es verdad: ha visto. Ha visto muchos horizontes gracias a su desobediencia y no cambiaría ni uno solo de ellos por estar a buenas con ninguna deidad. Salvo, quizás, con Dionisio. Con Afrodita ya no se habla. Con Atenea se manda postales de cuando en cuando.

La vida también es así: puedes hacer planes, pero mantén a raya tus expectativas

A Dionisio sus amigos italianos le llamaban Baco. En el bar le decían «Paco», y así le ha quedado. Quizás le venga a ver demasiado, últimamente: en la cuarentena está prohibido hacer visitas pero dice que, como es una deidad, que no cuenta. El divino icor no entiende de enfermedades, dice, y como siempre trae una botella de buen vino, que es cualquiera, pues Odiseo (al que sus amigos italianos llaman Ulises) hace la vista gorda. Así que la toman en la habitación, al despiste, manteniendo la distancia y sin compartir vaso. Por si los bichos. Así hacían antes, al menos, porque últimamente Dionisio tampoco sale y hasta el vino les escasea.

El vino es un sustituto del viaje. Un sucedáneo, más bien. Odiseo, cuando viaja, nunca bebe. Como no puede viajar, pues liba. Pero, en cuanto acabe la cuarentena, Odiseo, al que sus amigos italianos llaman Ulises, piensa salir, buscar el puerto más cercano y dejar horizontes a sus espaldas. A los pies, madera; por debajo, agua, y cielo en la cabeza. El vino no hace más que entumecer los deseos de salir a la calle.

Porque esta vez no desobedece. Sabe que la amenaza existe. La ha visto. Si pudiera, fecundo en ardides, pediría que le ataran al mástil de la cama para poder verla sin riesgo. O que le tapasen la nariz y la boca con una máscara, como hacen ellas. Que le aten al mástil para que las sirenas no se lo lleven.

Pero le llama el mar. Sueña con la sal, con regresar; y Odiseo, Ulises, se pregunta qué será de sus amigos italianos. Hace tiempo que no sabe nada de ellos. Las cartas son lentas y últimamente han desaparecido.

Piensa en marchar, pero ellas le dicen que se quede allí, que es más seguro. O eso cree que le dicen porque, no quiere reconocerlo, ya no entiende tan bien como antes. Qué ironía: Él, el del audaz ingenio, con problemas de entendederas. Algunos recuerdos se aguan, como si le diesen gotas del Leteo con el zumo de cada mañana. Pero allí se queda, hasta que escampe. Ya antes hizo reposo. Si se demoró unos años en los brazos de Calipso, bien podrá guardarse ahora unos días. Hasta que cueste un poco menos respirar y se aclare el pecho.

Cada noche oye palmadas, como si aplaudiesen desde las ventanas, y piensa que es para animarle. Pero no, es para animarlas a ellas. Se lo ve en sus ojos, que se alegran por encima de las máscaras que cubren su nariz y su boca. Piensa que tal vez las palmadas ahuyenten a las keres.

Quizás mañana sea el día, se dice, mientras tose por lo bajo. Quizás mañana, animado por Atenea, sea el día que reanude el viaje. Aunque hoy fallen las piernas y precise ayuda para trepar a la cama. Todo es temporal. Esta amenaza también pasará. Sabe que, al menos, le queda un viaje más.

A los pies, madera; por debajo, el mar. Y cielo en la cabeza.

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