En mi colegio había un niño que, si no ganaba, siempre te decía que había sido trampa. Podríamos, qué se yo, haberle dejado de lado y no jugar con él, pero no éramos tan cabrones. A fin de cuentas, era un colegio público.
Se llamaba Miqui. Bueno, le llamábamos Miqui. El nombre le había quedado tras alardear demasiado de un viaje a Eurodisney y llevaba el apodo entre la resignación y el orgullo, dado que no había que buscar mucho para encontrar apodos peores.
En séptimo se presentó, para sorpresa general, a delegado de clase. Hizo una campaña muy intensa. Compró chuches a todo el mundo, inundó los pasillos del colegio con pósters de su imagen triunfadora e invitó a partidas en la sala de juegos a quien se pasara por allí. Se podía permitir esos dispendios: sus padres tenían ordenador con impresora a color y le daban mil pesetas1 de asignación todas las semanas. “Vota a Miqui”, decía uno de los afiches de su campaña, con el candidato sonriente recortado sobre el castillo de la Cenicienta.
Nos decía que quería hacer la clase del B grande otra vez tras un periodo de caos que ahora tocaría a su fin. Era muy emocionante: yo no sabía que hubiéramos sido grandes. Pero se ve que siempre habíamos ganado a la clase del A en el partido anual de la competición de futbito hasta que llegó la humillante derrota de la última edición.
La culpa de nuestra desgracia, nos dijo, la tenía Cris, que había sido nuestra delegada dos años seguidos2. Porque a Cris no le interesaba el fútbol. Cris se preocupaba de otros temas irrelevantes, como ese rollo de beca-concurso para recaudar fondos para el viaje de estudios de octavo. “¿Octavo? ¿Quién piensa ahora en octavo?”, decía, echándose el flequillo sobre la frente.
Habíamos perdido porque Cris era una niña y las mujeres no saben de fútbol. En cambio, si él salía elegido iba a convencer a Rodolfo, el repetidor del séptimo A, para que se cambiase de clase y ponerle de delantero centro de nuestro equipo. Podíamos aspirar no solo a ganar a los del A, sino a los del curso superior. Hechos, no promesas.
La votación fue ajustada, pero finalmente Miqui ganó por un solitario voto de diferencia. Bastaba. El nuevo delegado, exultante, dio manos y abrazos por doquier, repartió caramelos y besos y nos dibujó un futuro brillante, ya olvidadas las derrotas pasadas a juegos de toda índole. Ignorando a la profesora, que quería continuar la clase, marchó a hablar con el director para exponer sus líneas políticas. “Una cumbre del más alto nivel”.
Por desgracia, el cambio de clase de Rodolfo resultó ser más complicado de lo prometido en campaña, donde se anunciaba como cosa hecha. Sus padres se habrían negado de forma tajante, aunque nuestro delegado nos juraba en un primer momento que cederían a sus exigencias y, después, que se trataba de una conjura para minar su credibilidad. Ese año el partido entre séptimo A y séptimo B acabó 2-2, y podría haber sido peor de no ser porque Fran logró el empate en la última jugada.
Miqui se lo tomó mal. Propuso erigir una valla en el pasillo del segundo piso para que los del A no pudieran entrar en nuestra clase, pero el plan tampoco prosperó. Su exigencia de establecer patios de recreo separados “para evitar influencias perniciosas” corrió similar suerte.
En el plano económico, nunca más se supo de las becas para el viaje de estudio. La oposición decía que era porque se había pasado un plazo de presentación, pero Miqui afirmaba que todo eso eran calumnias contra su persona.
Al año siguiente optó a la reelección. Fran, el héroe del partido de futbito, se postulaba como su principal rival. Cris declinó presentarse, con la mente puesta en lo que haría en el instituto, donde esperaba que la gente tuviera “más seriedad y mejor criterio”. No volví a verla tras el colegio, aunque me temo que el sistema no estuviese a su altura.
La votación en sí era un sistema sencillo: escribías el nombre de tu candidato en un papel doblado a la mitad y lo depositabas en una bolsa de tela que hacía las veces de urna. Después, dos alumnos comprobaban los nombres y se los iban cantando a la profesora, que ponía cruces en la pizarra junto al nombre de cada candidato.
A la mitad del recuento parecía que la reelección era cosa hecha y nuestro delegado empezó a hacer aspavientos y a tirar besos al aire. Pero, a medida que seguía el recuento, su holgada ventaja empezó a menguar.
Me percaté de lo que ocurría: los primeros votos leídos eran los de las filas de atrás, donde Miqui gozaba de mayor predicamento. En las filas anteriores se sentaban las niñas y, en general, el alumnado con más interés en las explicaciones que en no ser vistos. Y según avanzaba la fiesta de la democracia la ventaja de Miqui menguaba hasta casi desaparecer. Bajé la cabeza y sonreí3: era cuestión de minutos.
Entonces se formó en la clase ese barullo que sólo se produce cuando está pasando algo gordo. Alcé la vista. Miqui se había subido a la silla, moviendo los brazos como un pájaro antes de alzar el vuelo. Iba vestido de chaqueta y corbata, lo que acentuaba la sensación de ridículo.
–¡Paren el recuento! ¡Paren el recuento!
–Miguel Ángel, haz el favor de bajarte de la silla y de guardar silencio mientras acabamos –le recriminó la profesora.
–¡Esto es una estafa! ¡Cuando íbamos por la mitad estaba claro que yo había ganado y ahora estáis haciendo trampas para que pierda! ¡Paren el recuento!
–Miguel Ángel, no te lo repito más. Baja de la…
–¡CÁLLATE, PUTA! ¡PAREN EL RECUENTO! –gritó.
Silencio.
Fue como una de esas veces en los que todo el mundo se calla cuando tú alzas la voz. Sus palabras chirriaron y retumbaron. “¿Qué ha dicho?”. “¿De verdad ha dicho eso?”. Miqui miró, desafiante, las bocas abiertas a su alrededor, recolocando con fuerza las solapas de su chaqueta. Todavía estaba en lo alto de la silla.
La fiesta de la democracia se convirtió en la verbena de la paloma. Los de las filas de atrás se levantaron dando voces y tirando sillas y los de las primeras filas les encararon. Hubo más gritos. El borrador de la pizarra voló por los aires. La profesora abandonó el aula dando un portazo, en busca de la directora, mientras los corrillos rodeaban las primeras peleas.
Aquel año no tuvimos delegado. Me dijeron que Miqui fue expulsado, pero en otras ocasiones se contaba que sus padres le habían cambiado de colegio porque Rodolfo, al que le habían leído la cartilla en casa, le esperaba en los recreos para agradecérselo. Los profesores fingían que nunca había pasado nada y te cambiaban de tema si preguntabas. Ya en primavera, volvimos a perder el partido contra los del A.
Como vivo en una ciudad pequeña volví a ver a Miqui de lejos en alguna ocasión. La pereza pudo con la curiosidad, así que mantuve la distancia. Aún así, como siempre hay gente enterada que quiere compartir su conocimiento de los demás, pude saber que le iba bien. Era Empresario (con énfasis en la mayúscula) de cierto éxito y se enfadaba si le llamabas “emprendedor”. Se había casado dos veces y los rumores decían que iba a por la tercera. Por lo visto, no había escarmentado y estaba pensando en dar el salto a la política.
Pobre, pensé, debe creerse que la política real es como la del colegio.