Hay días que mi trabajo es un manojo de pánicos y desconciertos. Pero otros días, por estas cosas de la informática, mi labor se resume en apretar un botón, rellenar un campo y mirar cómo una rueda da vueltas en la pantalla de un ordenador hasta que se para. Cuando la rueda se detiene hago click en un sitio, arrastro un chisme, escribo una frase y entonces espero a que la rueda deje de dar vueltas otra vez.
En esos días me gusta pensar que estoy en la isla de Perdidos1 y que si no metiera los números cuando toca todo explotaría. Por desgracia, ya he comprobado en —ejem— alguna que otra ocasión que esto no es así.

Como pequeña insubordinación laboral, a veces abro (muy bajito para que nadie se entere) el procesador de textos al lado de la rueda que da vueltas y me pongo a escribir cosas en él. Algo gracioso que me haya ocurrido, ideas para entradas del blog, un fanfic sobre Guerra y Paz con vampiros, ya os podéis imaginar. No va a ninguna parte; lo hago porque de este modo me parece que me están pagando por escribir, y en la vida hay que tener ilusiones.
A mi jefe no se lo he comentado, porque sé que puede ser un poco tradicional con estos temas, y ya nos va bien así a los dos. Lo que importa es que a finales de mes la rueda haya dado suficientes vueltas. Y da igual lo que crean ustedes, yo sé que el exceso de información no lleva a la felicidad.

Tomarse la vida demasiado en serio es querer entristecerse, decía Spinoza. O quizás fuera Miliki. En cualquier caso, es un consejo a seguir. Por eso no me obsesiono con las vueltas de la rueda, y procuro no pensar demasiado en las jaulas de los hamsters. Por eso a veces tengo el procesador de texto abierto al lado, porque lograr que lo que haces tenga un sentido pequeño es mejor que el sinsentido.
Pero en otras ocasiones no necesito ni eso: me quedo mirando la pantalla como si fuera un mandala y me pongo a pensar en mis asuntos. Es relajante, en el sentido en el que te puede relajar que te paguen por estar un rato sin hacer, técnicamente, nada. Además, sigo en conversaciones con un Dojo del distrito de Shibuya para que me convaliden el primer nivel de budismo zen por mis ejercicios de observación del momento presente.

Yo me suelo llevar bastante bien con los ordenadores. Con las impresoras no, claro; nadie se lleva bien con las impresoras. Pero los ordenadores son distintos. Por eso a veces, cuando la CPU ve que me pongo a escribir me guiña una luz. Hay que prestar atención, pero ahí esta el guiño. Es como que me dijera «esto queda entre nosotros, tengo procesador de sobra para dejarte escribir esto mientras la rueda acaba de girar».
Y aún así, a veces el procesador se queda corto y la rueda se niega a girar. En esas ocasiones hay que avisar, y entonces te quedas esperando a que vengan a arreglarla. A sacarle los bits de los radios. Lo habitual es que para cuando lleguen la rueda ya haya vuelto a girar por su cuenta, y si te despistas acabas explicándole al informático por qué estabas escribiendo un cuento sobre un ataque OVNI a Moscú, aunque a él le dé igual, porque tampoco es tu jefe. Además no sé si alguien es capaz de escandalizar a un informático.

A lo mejor la vida es lo que hacemos para poner la rueda en marcha cuando se detiene, o a lo mejor es lo que hacemos mientras la rueda gira, repartiendo la atención entre dos puntos. O quizás es lo que hacemos cuando decidimos que es el momento de mandar la rueda a la mierda. Otro día os lo cuento.
- «Lost» (Perdidos) es una serie vieja estrenada hace 16 años que se desarrollaba en una isla desierta llena de gente. En un momento determinado se descubría que era necesario meter un código en un ordenador a intervalos regulares o pasaría algo horrible, como un disco de versiones de Jesulín de Ubrique. ↩︎