Esta semana hemos asistido con congoja y pasmo a la ordalía de un grupo de niños1 tailandeses atrapados en el fondo de una cueva. Y eso que aún no se nos había pasado el susto de ver a menores inmigrantes en la frontera sur de Estados Unidos (cuna de la democracia) separados de sus padres a la fuerza o sometidos a juicio sin saber qué es un abogado. Ya nos acordamos algo menos, entre crisis y crisis, de las pateras, los cayucos, las zodiac y las mil otras formas de hundirse en el mediterraneo arrancando la vida de no pocas niñas y niños.
Por supuesto, el énfasis en la infancia no es casual. Cuando las desgracias les ocurren a adultos pobres es más difícil que sea noticia. Es más sencillo empatizar con las víctimas de corta edad porque hace imposible, salvo a la mente más depravada, atribuir la culpa a la víctima. Con las víctimas adultas enseguida surgen formas para responsabilizarles de sus desgracias. «Vagos y maleantes», decían antes. «Que se vayan a su tierra». «Bastante tenemos aquí con lo nuestro». «Quieren venir a vivir del cuento». Todas esas cosas, seguro que las conocen. Al final va a resultar que se cortan las manos para dar pena y cobrar una paga y no por las concertinas, ya verán. A fin de cuentas, todo el mundo tiene un vecino refugiado que conduce un BMW. Pues eso, que las noticias de desgracias se suelen basar en protagonistas infantiles porque sale más a cuenta la relación de kilo de peso por tanto de pena2.
¿Pero por qué nos interesan tanto los niños de Tailandia y nos da más o menos igual, pongamos, otros asuntos tan graves como los talleres de trabajo con menores de edad o la prostitución infantil? No me las estoy dando de superioridad moral, ni estoy diciendo que tengas que estar todo el día preocupado por las desgracias del mundo: soy consciente de que hay desgracias suficientes como para no hacer nada más si te dedicas a ello en exclusiva (me extendí aquí un poco sobre ese tema). Mi pregunta es honesta: ¿Por qué estos niños sí nos importan y otros… no tanto?
En mi opinión, hay una respuesta: la narrativa3. Si se dan cuenta, el caso de la cueva tiene todos los elementos de una buena historia: empezó con el misterio de la desaparición del equipo de fútbol. Cuando el interés decaía, aparecen ¡vivos! pero encerrados en una cueva y con escasas posibilidades de supervivencia. De repente, la esperanza. Movilización social. Velas encendidas. Que todo el mundo ponga de su parte. ¡Incertidumbre! Las lluvias pueden volver y el final ser catastrófico. Y, de la nada, llega el impacto: la muerte de uno de los rescatadores nos recuerda que el peligro es real, justo cuando pensábamos que la victoria estaba al alcance de la mano. Conflicto. Tensión. La resolución, en el momento de escribir estas líneas, nos lleva a una season finale que parece que terminará de forma feliz. A mí no me ha costado nada imaginarme a Bruce Willis y a Stallone remangándose el neopreno y preguntando que a la cueva por dónde se va.
Cuando el interés decaía, aparecen ¡vivos! pero encerrados en una cueva y con escasas posibilidades de supervivencia. De repente, la esperanza. Movilización social. Velas encendidas.
Salvemos a estos niños. ¿Sólo a estos? ¡A toda la infancia! ¿Sólo a la infancia? ¡A todo el mundo! ¿Pero acaso todo el mundo necesita ser salvado? ¿Y la libertad? ¿El libre albedrío? ¿La responsabilidad por los propios actos? Este es un debate que ha durado eternidades y no hay acuerdo al respecto. Podemos resumir las posturas en que mucha gente piensa que, oye, en realidad el mundo está bastante bien4 y otra mucha gente piensa que, mira, que no, que no alcanzamos mínimos aceptables.
Toda forma de pensamiento social, toda filosofía política, debe decantarse, en última instancia, por una de estas dos opciones: decir que el mundo está razonablemente bien como está (y justificarlo) o decir que el mundo debe ser cambiado (y criticarlo). En el campo estrictamente político, y de forma muy general, las ideologías de derechas pertenecen al primer grupo (por eso se llaman “conservadoras») y las de izquierdas al segundo (por eso se llaman «progresistas»). Esa es la razón por la que las derechas suelen acabar queriendo “salvar la patria” y las izquierdas “construir un mundo nuevo”. Esto, entenderán, es una generalización; pueden añadir aquí sus excepciones favoritas.
Pero, al igual que los niños cuyo «rescate» cuenta una buena historia salen más en los medios, la idea de la justicia social también narra una historia. Nos habla de un mundo de antes y un mundo de después. Nuestro esfuerzo nos llevará a un nuevo mundo. Cada ideología añade sus elementos específicos, sus mitos fundacionales, sus falansterios, sus intelligentsias, etcétera. Normalmente, las ideologías conservadoras cuentan una historia distinta, no de cambio, sino de salvación. Por eso acaban hablando, en general, de ser el Último Baluarte contra la barbarie. De La Gran Esperanza. De Hacer no-sé-qué Grande Otra Vez. De ser Quienes Cargan con la Responsabilidad de Mantener Viva la Luz. Lo dicen con mayúsculas hasta hablando.
¿Les suena viejuno? No les falta un tanto de razón. Como comentaba aquí últimamente, por increíble que parezca, hablar de ideología en política está mal visto, pero no duden que los partidos la siguen teniendo. Es más, estoy convencido de que no les cuesta reconocer, a grandes rasgos, la ideología de cada partido aunque ya no sea algo que se exprese demasiado en voz alta. No obstante, nos interesa más una buena historia que una buena política, que la necesidad de justicia. Aunque quizás yo no estoy siendo (muy apropiadamente, dado el tema) del todo justo. Estoy convencido de que la mayoría de la gente preferiría, si estuviese en su mano decidirlo, un mundo justo a uno injusto. Seguro que decidirse sobre qué es exactamente “un mundo justo” nos llevaría a algún que otro problemilla dialéctico, en cualquier caso.
En cambio, una buena historia es una buena historia, y ya está. Está ahí. Nos gustan las cosas con principio y fin, con drama y con tensión, con finales felices y concretos; no las complicadas teorías socioeconómicas sobre desigualdad, dependencia y justicia. Pero a veces lo justo no es lo narrativamente adecuado. Por eso, con independencia de la fortuna del equipo de fútbol de los jabalíes, al que le deseo la mejor de las suertes, mañana seguirá habiendo fábricas impulsadas con mano de obra infantil, niñas obligadas a prostituirse, injusticias evitables; y no ocuparán la portada de los informativos. Y esa es otra historia.
- Y algún adulto. ↩
- El estudio Inmigración y Estado de Bienestar en España, de la Caixa, defiende que las aportaciones del colectivo migrante compensa con creces los gastos que generan, incluso en un marco de crisis económica. Pero, vamos, haters gonna hate, así que para qué molestarse. ↩
- Para ser sincero con ustedes, creo que hay otro motivo igual de importante: la empatía que genera este caso. Aunque las circunstancias de estos niños sean muy distintas a las de, pongamos, un equipo de fútbol infantil de Vallecas, nos resulta fácil ponernos en el lugar de unos progenitores a los que les desaparecen sus hijos al volver de un entrenamiento. Más fácil, al menos, que ponernos en el lugar de unos progenitores que deciden vender a su hija para que sea prostituida. Tendemos a ignorar, como mecanismo de defensa, las realidades demasiado horribles. ↩
- Suelen ser personas a las que les va bastante bien a ellas mismas, ya saben ustedes. ↩
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